Un texto para “Deslinde”, una muestra de Manuel Coll en Thewhitelodge
Paso por la Pugliese a comprar un chocolate caliente y una medialuna, una de las pocas decentes que se pueden conseguir en la ciudad. Salgo mal y me pierdo entre los paisajistas Fader, Spilimbergo y Malanca; finalmente me ubico y consigo estacionar. Con el kit completo me reclino para disfrutar del mirador mientras espero a que se hagan las cuatro y media. El sabor del chocolate es aceptable a pesar de ser de máquina. Observo relajado como los rayos de luz bañan las copas de los arboles, es una extensa mancha verde que aún mantiene algo de la geografía de antaño, quebradas y barrancas. Un paisaje donde conviven talas, molles, pinos y otras especies con islas bien equipadas para hacer ejercicio, llama la atención de que a pesar de no tener rejas está limpio y cuidado.
Mientras tomo el chocolate recuerdo que se establecía allí la villa 12 de octubre. Era un barrio popular donde las laburantes iban caminando a sus trabajos en las casas que hoy siguen en pie. Las y los villeros ya no están, hace años abandonaron sus precarias construcciones de chapa, dejaron sus árboles y se reinstalaron con “ayuda del gobierno” en las periferias de la ciudad. Ahora el enorme predio lo ocupa el Parque de las Naciones, un parque para contemplar el atardecer, para hacer yoga, para caminar sobre la ciclovía y sacar a pasear los chicos y los perros.
Disfrutando del final del extracto de chocolate veo caer una pelota de golf que rebota en el pasto seco, unos segundos después, como si la estuviera persiguiendo, otra cae cerca. No sabía qué eran, hasta que noto la figura de un hombre haciendo el mismo recorrido que ellas, es un señor mayor que camina lento, sostiene sobre sus hombros un bastón sujetado por ambos extremos, como haciendo una cruz. Se detiene sobre las pelotas y con la misma parsimonia baja un poco la cadera, extiende sus piernas en ambas direcciones, practica el movimiento y con lo que parecía ser su bastón les da unos golpes a las pobrecillas que caen unos 10 o 15 metros más allá, camina y repite la coreografía un par de veces. Lo noto agitado, toma asiento en una banca para recuperarse, siente el sol y la brisa fresca en la cara, después recoge su palo, sus dos pelotitas y, con su ritmo cansino, sube a un pequeño auto importado.
Sin más que aroma a vainilla en el vaso descartable, me bajo, sacudo las migas del saquito de lana, tiro la basura en el contenedor amarillo, le pongo la alarma al coche y me voy a dar clases.
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